Cuando una persona migra deja atrás a la familia, los amigo y, algo enraizado, la patria. El ser de. Es la segunda palabra obligada y la respuesta plagada de contenido emocional. Se es de un país del mundo, se pertenece a un país que se dejó atrás con mucho dolor. Es el mejor país del mundo, la tierra que da leche y frutos, donde se vive mejor, el paraíso. No hay montañas como aquellas, no hay mar como aquel, ni ríos tan grandes ni valles tan fructíferos, como se vive allí no se vive en ningún lugar. Retornaré a pasar mi vejez allí, no moriría aquí ni loco.
Ese país se tuvo que dejar atrás, por razones que van desde las económicas hasta las políticas. En los asilados y refugiados se vuelve un trauma terrible: fueron obligados a marcharse porque estaban en peligro sus vidas, no tuvieron más remedio, era inevitable y sus vidas se partieron en dos, el antes y el después de la horrible partida que los lanzó a lo desconocido: Dejar un florido valle de Chile para aterrizar en un aeropuerto helado de una fría ciudad europea, fría en todos los sentidos.
Abandonar un mundo para adentrarse en otro. Huir de la terrible pobreza, buscar nuevos horizontes y coger un avión en los Andes para aterrizar en España a doce mil kilómetros sin saber siquiera ubicar el país en el mapa, abducidos por cuentos y leyendas o por mensajes de la televisión de lo maravilloso que se vive aquí entre gentes extrañas que ni siquiera les determinarán, perdidas o perdidos entre otros inmigrantes de otros países que les mirarán como competencia, compartiendo el piso con gente de otros países que asfixiados por la misma problemática les harán la vida imposible.
Es ahí, en ese estado, cuando muchos empiezan a analizar la posibilidad de volver, de retornar al país amado, a la patria.
Aculco desarrolla el programa de retorno voluntario denominado Hogares II, financiado por el Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad (IRPF).